lunes, 28 de febrero de 2011
El ministro de Educación no conoce las escuelas catalanas
El ministro de Educación, Ángel Gabilondo, está en contra de fijar una lengua como condición para ser profesor de universidad. Por eso ha declarado: "Una lengua se debe aprender poco a poco pero no debe ser condición para entrar en un lugar". El ministro demuestra desconocer las escuelas catalanas. En nuestra comunidad el catalán es imprescindible, para alumnos y profesores. Aquí la única meritocracia es el conocimiento de los "pronoms febles". El ministro diferencia a las universidades del resto de centros educativos y es injusto. En Catalunya se mete el catalán con calzador, el castellano brilla por su ausencia y los inmigrantes que llegan pensando que venían a España se quedan perplejos.
Yo amo el catalán porque es una de mis dos lenguas, lo que llama la atención es que siendo así yo no quiera imponer el catalán a nadie, mientras políticos como Montilla o Corbacho entienden la inmersión lingüística como un mandamiento inexorable. Si Pompeu Fabra levantase la cabeza, fliparía por un tubo.
viernes, 18 de febrero de 2011
Inmersión
Arcadi Espada en El Mundo.
El presidente Zapatero dice que la convivencia lingüística funciona razonablemente bien en España y que así va a comunicárselo al Departamento de Estado norteamericano. Yo estoy de acuerdo. La convivencia funciona bien porque el catalán apenas es un acento del castellano (y viceversa) y la inmersión lingüística tiene poca importancia técnica. No hay ejemplos significativos de estudiantes que abandonen las aulas sin conocer bien el castellano o el catalán. Los alumnos salen desconociendo los dos idiomas por igual. Y lo mismo pasaría (y es algo que los nacionalistas olvidan con frecuencia) si no hubiera inmersión lingüística, pero se exigiera académicamente el conocimiento de las dos lenguas. La inmersión lingüística, en el caso concreto catalán, no influye sobre el conocimiento lingüístico y mucho menos sobre el aprendizaje. Sólo es la forma en que los nacionalistas marcan territorio, política y fisiológicamente hablando. Esto se ve con nitidez cuando se recuerda que los nacionalistas catalanes consideran la lengua un signo de identidad. Siguiendo su lógica deberían aceptar que para muchos españoles que viven en Cataluña la lengua es también eso mismo. Y que, en consecuencia, no quieren ver su identidad arrebatada en el aula o en sus comercios. Pero, naturalmente, no hay aquí el menor correlato lógico: lo que pretenden los nacionalistas es que su signo de identidad prevalezca sobre el de los otros, desde su convencimiento de que tienen más derechos que los otros. La defensa de los derechos lingüisticos del castellano en Cataluña se ha decantado ingenuamente por las cuestiones sentimentales o técnicas, cuando la reivindicación debía haber sido política. De perro a perro para decirlo con un ladrido.
El problema del presidente Zapatero es que no puede replicar al gobierno norteamericano diciendo que no se preocupe nadie, que al fin y al cabo se trata de dos dialectos muy pegadizos. Porque el gobierno norteamericano, que observa con la objetividad que suele procurar la lejanía, lo que ve es un entramado sorprendente de leyes que impiden que un ciudadano de un estado europeo pueda escoger como lengua de la enseñanza de sus hijos la única lengua oficial (¡y koiné!) de todo ese Estado. El entramado, además, no es el resultado de una decisión política circunstancial, fácilmente revisable: el Tribunal Supremo y el Constitucional han dictaminado repetidamente, y mucho antes del nuevo Estatuto, la legalidad del modelo lingüístico catalán.
Lo único que en realidad puede hacer el presidente ante el Departamento de Estado es reconocer que el nacionalismo supone una merma de calidad de la democracia española. Una opacidad y una corrupción. Un poder fáctico.
El presidente Zapatero dice que la convivencia lingüística funciona razonablemente bien en España y que así va a comunicárselo al Departamento de Estado norteamericano. Yo estoy de acuerdo. La convivencia funciona bien porque el catalán apenas es un acento del castellano (y viceversa) y la inmersión lingüística tiene poca importancia técnica. No hay ejemplos significativos de estudiantes que abandonen las aulas sin conocer bien el castellano o el catalán. Los alumnos salen desconociendo los dos idiomas por igual. Y lo mismo pasaría (y es algo que los nacionalistas olvidan con frecuencia) si no hubiera inmersión lingüística, pero se exigiera académicamente el conocimiento de las dos lenguas. La inmersión lingüística, en el caso concreto catalán, no influye sobre el conocimiento lingüístico y mucho menos sobre el aprendizaje. Sólo es la forma en que los nacionalistas marcan territorio, política y fisiológicamente hablando. Esto se ve con nitidez cuando se recuerda que los nacionalistas catalanes consideran la lengua un signo de identidad. Siguiendo su lógica deberían aceptar que para muchos españoles que viven en Cataluña la lengua es también eso mismo. Y que, en consecuencia, no quieren ver su identidad arrebatada en el aula o en sus comercios. Pero, naturalmente, no hay aquí el menor correlato lógico: lo que pretenden los nacionalistas es que su signo de identidad prevalezca sobre el de los otros, desde su convencimiento de que tienen más derechos que los otros. La defensa de los derechos lingüisticos del castellano en Cataluña se ha decantado ingenuamente por las cuestiones sentimentales o técnicas, cuando la reivindicación debía haber sido política. De perro a perro para decirlo con un ladrido.
El problema del presidente Zapatero es que no puede replicar al gobierno norteamericano diciendo que no se preocupe nadie, que al fin y al cabo se trata de dos dialectos muy pegadizos. Porque el gobierno norteamericano, que observa con la objetividad que suele procurar la lejanía, lo que ve es un entramado sorprendente de leyes que impiden que un ciudadano de un estado europeo pueda escoger como lengua de la enseñanza de sus hijos la única lengua oficial (¡y koiné!) de todo ese Estado. El entramado, además, no es el resultado de una decisión política circunstancial, fácilmente revisable: el Tribunal Supremo y el Constitucional han dictaminado repetidamente, y mucho antes del nuevo Estatuto, la legalidad del modelo lingüístico catalán.
Lo único que en realidad puede hacer el presidente ante el Departamento de Estado es reconocer que el nacionalismo supone una merma de calidad de la democracia española. Una opacidad y una corrupción. Un poder fáctico.
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