Las palabras, los libros, pueden descansar abandonados en largas y oscuras filas de estantes, su aliento puede llenarse de polvo, conservarse no como un pensamiento, no como un espíritu, sino como un objeto muerto e inútil, como un simple libro que le hace preguntarse al lector, cuando por casualidad cae entre sus manos, si alguien lo habrá abierto jamás antes que él y si alguien lo cogerá jamás tras él, mientras el mundo exista. Un libro puede llegar a ser un cúmulo de páginas amarillas, un abanico de partículas de polvo, una urna de pensamientos muertos. Una estatua antigua en la vía pública es siempre una pregunta que un niño hacia a su padre -¿Quién es ese hombre a caballo?-. Una estatua antigua es siempre una imagen que envuelve una historia. La figura hechizada en la piedra contiene un relato oculto, un subsuelo en el que yacen los fantasmas de ayer, como un iceberg sumergido en el agua. En el pasado los monumentos se levantaban para mayor gloria de los reyes, de los generales, de los dicatdores... pero el porvenir dura mucho tiempo y, a veces, aquello que se erigió en honor de un tirano se convierte en memoria de la tiranía y de las víctimas de esa tiranía.
La estatua despierta la curiosidad del niño que pregunta en busca de un significado. Las palabras del padre la iluminaban con una pequeña historia. La estatua es como aquellos hombres de Fahrenheit 451 que en tiempos de oscuridad iban por los caminos y vías férreas abandonadas, vagabundos por el exterior bibliotecas en el interior, con un libro que querían recordar y salvar de la hoguera.
martes, 30 de noviembre de 2010
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