Manuel Martín Ferrand en el ABC
LA ensoñación de la Historia forma parte inseparable del espíritu nacionalista catalán y, de hecho, quienes han sabido montar toda una industria política de la prédica separatista no se paran en barras -nunca mejor empleada la expresión- para engrandecer la mistificación que, además de darles de comer, les mantiene en el machito del poder. Ayer, por ejemplo, se conmemoraba el sexagésimo octavo aniversario del fusilamiento, en Montjuic, de Lluis Companys. El actual presidente de la Generalitat, José Montilla, ha prometido hacer «todo lo que sea jurídicamente necesario y políticamente conveniente» para lograr la anulación del juicio que le puso frente a un pelotón de fusilamiento en el foso de Santa Eulalia del histórico castillo barcelonés.
La anulación de un juicio que trajo como fruto una pena de muerte es algo que entra dentro del espiritismo soberanista que alimenta, en más o en menos, a las fuerzas presentes en el Parlament. En esto sólo cabe un nuevo juicio, el de la Historia, y pocos estarán en desacuerdo a la hora de afirmar la crueldad innecesaria y sañuda, revanchista, con la que el tribunal militar, en 1940, le condenó a muerte. Un juicio sumarísimo, sin garantías, después de que la Gestapo secuestrara a Companys en su refugio de La Baule-les-Pines para entregárselo, también irregularmente, fuera del Derecho, a la policía de Francisco Franco. Un asesinato revestido de una parodia de legalidad.
Pero no queda ahí la pretendida reivindicación de la figura de Companys. Va más allá y retuerce la lógica, la razón y hasta la fantasía. El que fue primer presidente del Parlamento de Cataluña, después de haber sido gobernador civil de Barcelona y diputado en la Carrera de San Jerónimo, figura señera de ERC, fue también quien, el seis de octubre de 1934, proclamó desde un balcón de la Generalitat el «Estado Catalán», dentro -decía- de la República Federal Española. Una aventura insensata que, con el visto bueno de Niceto Alcalá Zamora y la iniciativa del Gobierno de Alejandro Lerroux -y la inestimable ayuda del general Domingo Batet, que después sería mandado fusilar por Franco, tres docenas de guardias civiles y un cañoncito de juguete-, duró sólo unas horas.
¿También se quiere sacralizar la figura de un golpista desleal a la República y a su juramento constitucional? Como escribió después Carlos Seco Serrano, «la gravedad de la revolución de octubre no reside en su violencia -preludio ya de la Guerra Civil- sino del rompimiento efectivo del socialismo y de las izquierdas catalanas con las normas de convivencia democrática hasta entonces vigentes en la República». La vigente obsesión revisionista de nuestro pasado -tan innecesaria, tan dolorosa- no debiera servir de pretexto para forjar una cadena de grandes falsificaciones. Lluis Companys es una de ellas.
jueves, 16 de octubre de 2008
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