domingo, 13 de diciembre de 2009
¿A quién molestaba Jordi Solé Tura?
Miguel Porta Perales en ABC
SORPRENDE que a Jordi Solé Tura no se le concediera la Creu de Sant Jordi hasta 2007, cuando la enfermedad que padecía estaba ya en fase avanzaba. Sorprende que sólo se le concediera la Medalla d'Or de la Generalitat el mismo día de su muerte. Con toda la razón del mundo, su hijo declaró que «a mi padre le faltó el reconocimiento institucional». Nada de lo sucedido con Jordi Solé Tura debe extrañarnos. Lo que hubiera sido extraño es que al personaje se le reconocieran sus méritos.
Seamos realistas, miremos a nuestro alrededor, prestemos atención a lo que, desde hace treinta años, dicen y hacen los políticos catalanes con mando en plaza; hagamos todo eso y, a renglón seguido, formulemos algunas preguntas como las que a continuación siguen. ¿Quién iba a reconocer a un personaje que escribió que la historia del nacionalismo catalán es la historia de una revolución burguesa frustrada, que el nacionalismo catalán surgió para dar respuesta a la debilidad de una burguesía incapaz de mandar en España? ¿Quién iba a reconocer a un personaje que —además de abandonar el comunismo y criticar el independentismo y la autodeterminación— señaló que no debía cuestionarse de manera substancial y sistemática el concepto de una nación española? ¿Quién iba a reconocer a un personaje que, a la manera de la Constitución que él contribuyó a redactar, reivindicaba la existencia y legitimidad de la idea de nacionalidad?
Por mucho que Jordi Solé Tura hablara de la descentralización del Estado y de la distribución de poder político, por mucho que preconizara la lógica autonómica con vocación federal, al personaje no se le perdonó que afirmara que el nacionalismo llevaba a un callejón sin salida al cuestionar sistemáticamente el modelo político del Estado de las Autonomías establecido por la Constitución. Y hoy, Jordi Solé Tura resulta más actual que nunca por haber percibido, con décadas de antelación, que al nacionalismo catalán de uno u otro signo le mueve el electoralismo o el aventurerismo.
Jordi Solé Tura molestaba a los comunistas, porque había abandonado el barco criticando el mesianismo y reivindicando el pluralismo, el laicismo ideológico, los valores liberales y el humanismo; a los socialistas, porque desconfiaban —«la izquierda catalana es como un país de ciegos», dijo en cierta ocasión— de alguien que desembarcaba en el PSC a bombo y platillo poniendo en apuros —poder, cargos e ideología— a los socialista de toda la vida; a los nacionalistas, porque no tragaban que les acusara de exacerbar permanentemente el conflicto con el estado —victimismo, enemigo exterior, política identitaria, mala administración— a mayor gloria de sus particulares intereses. Jordi Solé Tura, en definitiva, molestaba por «traidor», «oportunista» y «botifler». No era nada de eso. Jordi Solé Tura tuvo sentido del límite y conciencia de las prioridades. Un demócrata amigo del consenso y el pacto. Por eso molestaba. Finalmente, el reconocimiento ha llegado en una muestra —ahora sí— de oportunismo político de manual.
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